Yo viví con un ángel. Era una hermana menor y, después de la adolescencia, nos aferramos la una a la otra como si fuéramos gemelas. Aun separadas por la distancia, viviendo en ciudades distintas, hablábamos todos los días, a todas horas, las 24 horas. Cuando una no hablaba o estaba callada, la otra llamaba para saber por qué estaba triste o por qué había llorado, qué le pasaba, porque podíamos sentir lo que la otra sentía. Éramos almas gemelas.
Hace 18
meses que perdí a mi mitad y es muy difícil vivir solo. Me falta una parte, esa
que se fue para el otro lado, que regresó a la Casa del Padre, al Hogar Eterno.
No era de este mundo, era perfecta, era hermosa, era paz, amaba a todos: era un
ángel.
En el poco
tiempo que vivimos juntas, 49 años, me enseñó a ser mejor, a entregarme más a
los seres humanos, a ser diferente, a amar a mi prójimo y la hice sentir
orgullosa, porque fui una gran estudiante. Pero el hueco sigue en mi pecho,
arrancándome el corazón, todavía me duele, la echo de menos y no me acostumbro
a no verla.
Antes de
irse, ella pidió que la cremaran y que tiraran las cenizas en el lugar donde
ella solía ir de excursión, encima de una roca y con el mar abajo. Según las
fotos que he visto, el sitio está lleno de flores alrededor, de lirios de las rocas.